Selma caminaba dando tumbos en la habitación mientras la contemplaba, perpleja, como si de su boca hubiera salido la mayor estupidez habida y por haber en toda la faz de la tierra. Ella, al contrario, permanecía quieta. Sabía que no había dicho nada malo, sólo que quería escribir (guiones de cine).
Selma había tolerado que su pequeño retoño trasnochase viendo películas y premios de séptimo arte. Había accedido a que no se dedicase a algo útil y propio de la ciencia, y que se fuese a la casa de los artistas con la esperanza de que, poco a poco, enmendara su error y encontrara el camino, el camino a lo utilitario. Pero a su hija nunca le gustó lo útil. Adoraba a Monet y al surrealismo, cantar, a Vladimir Nabokov y a Kerouac; y pedía cada Navidad obras de los poetas malditos Era una vanguardista. Su amor por el arte llegó a ser tan intenso, que se enamoró del séptimo, y sí, quiso ser guionista.
Era inconformista, no le bastaba con plasmar en un papel una historia subjetiva sobre gente que posiblemente sólo existiera en su imaginación. Ella quería más, quería que los demás viesen a través de su propia mente. Quería dotar de fantasía a aquellos que habían crecido sin ella por el simple hecho de no leer. Posiblemente mucha gente quisiera escribir guiones tanto como ella pero, más que ella, nunca.
La pragmática y empírica Selma no entendía dicha devoción y confiscó todo el papel de su habitación para que la niña no cumpliera su sueño. Pero se le olvidó quitarle lo más importante, su imaginación.
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