Es duro ver que la vida te golpea te golpea hasta límites insospechados. Que las cosas, como bien digo y nunca me equivoco, no salen nunca como planeamos. El tiempo no te deja decir las cosas que te quedan por decir , ni tan siquiera despedirte.
Quién iba a sospechar hace dos sábados que, esa tarde, sería la última vez que comeríamos arroz juntos, que sonreiría cada vez que decías "no tengo hambre" mientras devorabas el plato y no dejabas nada en la mesa y que me "reiría por no llorar" de tus despistes por una demencia que en vez de volverte más distante y callado como acostumbra, te hizo volver a ser un niño. Ese niño al que no le gustaba nada ver a su nieta con un pendiente en la nariz ni con maquillaje, porque decía que estos ojos no necesitaban pintura ninguna. Ese niño que discutía con güelita cada tarde mientras juraba haber comprado el pan en el Mercadona de la Losa cuando, en realidad, se le había olvidado.
La enfermedad no es siempre mala, la demencia senil, no es siempre lo peor: a mi "güelito Manolo" le devolvió la inocencia, los recuerdos del pasado que creía perdidos. A mí, me dio el abuelo más cariñoso del mundo; el que nada más llegar al 3B del Monte Gamonal 14, me invadía de besos que a veces, (tonta de mi) incluso me pesaban y aburrían. Mi güelito carpintero que me llamaba Piesquín, güelito Manolo.
Se que esto no es un adiós, sino simplemente, un hasta pronto. Te quiero
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