No era sábado, era un viernes como otro cualquiera.
Volvía de la facultad y me encontré con una casa más vacía de lo común, mas fría de lo que solía ser los días de diciembre antes de encender la calefacción. Me quité la ropa lo mas deprisa que pude mientras el frío invadía cada centímetro de mi pálida piel. Me pue un pijama color gris de franela y me até con desdén el pelo en una goma del pelo.
Minutos más tarde, me encontraba sentada en mi escritorio color nacarado y encendiendo aquel viejo ordenador (a día de hoy totalmente resquebrajado) con una sensación de malestar que llegaba de mi nuca hasta el cóxis.
Algo no estaba bien, pero yo no quería verlo, prefería engañarme... y así lo hice. Me sumergí dentro de la pantalla del ordenador, sin hacer caso ni al teléfono ni al móvil mas de dos y tres pares de veces... a la cuarta (todavía no entiendo porqué ese número), paré en seco lo que estaba haciendo y respondí de forma inmediata a la llamada de mi madre. Yo no hablaba, solo me dedicaba a escuchar lo que su voz titubeante y llorosa trataba de decirme mientras que yo a su vez comenzaba a sentir una sensación de de un nudo en mi garganta perforándome por dentro. Sin poder contener las lágrimas, colgué y tiré el teléfono contra el armario empotrado. Mis sospechas se habían confirmado pero yo seguía sin querer creérmelo.
Busqué en Internet y vi la esquela tu esquela con los ojos llenos de lágrimas. Acto seguido, saqué la ropa negra y la arrojé al suelo, mientras dejaba desplomarse a mi cuerpo encima de la cama como si de una hoja se tratase. Me metí dentro del nódico y comencé a maldecir a todos y cada uno de los parásitos de la sociedad, a cada asesino, a cada impío, a cada pecador. Lloré, lloré mucho. Hasta que mi cabeza casi reventó.
Y a partir de ahí, fue cuando comencé a madurar.
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